
Ángel Guinda, para comenzar, le presta sus palabras escritas a otras voces. Actrices, poetas amigos y un actor que golpea los golpes de la muerte con la potencia de un Rabal. Liberto nos emociona, recordándonos a su abuelo.
Después, el propio poeta nos presenta a su último hijo literario. Le califica como un poema de prosa fragmentada, el cual parió de golpe, de una asentada, poseido por todos sus fantasmas. Representa, pues, un catálogo de sus obsesiones, un testamento de lo que ha vivido. Porque Ángel Guinda escribe como vive y esta esencia de libro recoge todos sus tesoros. Con su acertado y bello uso del lenguaje, nos invita a volar por un espectral paisaje de imágenes precisas, subrealistas, pero acertadas para comprender toda la urdimbre humana: la negación de la muerte, los temores al olvido, la necesidad de afecto, los silencios llenos de voces, todo lo que al ser humano le mata, haciéndole sobrevivir.
Su poesía, independientemente de cómo nos la denomine, o cómo la estructure, nos hizo a los presentes sobrevivir y dormir esa noche primera de febrero con la calma de haber recibido un regalo de los dioses.
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