24 de marzo de 2009

REFLEXIONES SOBRE UNA CENA


Febo dormía tras el ocaso. El neón centelleaba en la ciudad bajo el oscuro paraguas de una fría noche. Las manecillas de mi reloj habían rebasado la hora nona. Llegaba tarde a La Choza. Bajo el dintel de la puerta se iluminó una sonrisa en el rostro de Martín. Él siempre alegre, y animando a los demás ¡Qué diferente la cara de su alma cuando la desnudó en su poema a Soria! Aquel día me temblaron las entrañas.
Saludé a los poetas y a sus afortunadas consortes y descansé sobre un asiento semioculto tras una columna, como un niño castigado. Asumí la situación estoicamente como una respuesta de los dioses a mi impuntualidad.
Esa noche, claramente el Olimpo no estaba de mi lado, quizás porque en Grecia se estaba fraguando una revolución.
Me dolía el mundo, como decía Mandy en una de sus poemas, pero aún me escocia más el mundo femenino.
Yo, invocando a Baco con mi copa bebía y conversaba; conversaba y bebía; pero tampoco Baco mitigaba mi desazón. Solo Yago fue capaz de desafiar a los dioses, robándome una sonrisa frente a un plato de rabo de toro, con un perspicaz e improvisado chiste: “¿Alguno queréis probar de mi rabo?”
Poco tardó en revolotear por mi cabeza la discusión sobre diez compañeras que habían hipotecado su vida por cuidar a sus padres, mientras sus hermanos disfrutaban del derecho a tener pareja, hijos, independencia, etc, en definitiva, vida propia.
Para no avergonzarme de mi condición de ente masculino, intenté distraerme con la conversación sobre Batista y Castro, entre Pastrana y Mandy, dos bardos de los que siempre se puede aprender, y no solo de poesía. Me sorprendí al enterarme de que Batista era comunista. Los tres lo repudiábamos, pero a Fidel se le daba otro tratamiento, sobre todo por parte de Pastrana, más favorable a este último. Yo viajé a Cuba tiempo ha, en mejores momentos para la Isla observando efectivamente algunos logros de la revolución, pero ni siquiera estos progresos podían justificar una dictadura ante mi mente libertaria.
De repente, como si Zeus se hubiera apiadado de mi soledad interna, aparecieron nuevos vates que llenaron de calor el frío extremo de una cadena de mesas. Los dioses clementes me habían indultado. Ahora no solo me sentía en el centro, sino en una nube que envolvía el delicado aroma de Elena, la cual había abandonado, por unos momentos, a su ciclista para hermanarnos con su cámara, congelando nuestro afecto a un instante.
Con los efluvios del líquido y etílico elemento y las cálidas vibraciones de Maribel, mi camiseta quedó empapada en sudor; mientras me despojaba de la misma en el habitáculo menos poético del restaurante, resonaban los alegres cánticos de Candil y Martín, junto a Yago, José Antonio y sus esposas, que otra vez desafiaban a los dioses para animarme. Desprovisto de mis herramientas musicales intenté unirme a sus voces pero mi débil y enfermiza garganta no me lo permitió. No obstante aproveche para aspirar la alegría que despedían y pensé: “Es un honor compartir mesa con estos valientes que más que desafiar a los dioses desafían a un mundo deshumanizado con un arma, aparentemente tan débil como es la poesía”.
Este paréntesis solo sirvió para contener mi enfado con el cosmos y conmigo mismo, pues al volver a mi puesto estallé cual bomba de neutrones expulsando de mi boca ranas y sapos y culpando al género femenino de su situación, permisividad y aguante; a pesar de la defensa que Maribel hacía de estas pobres mujeres, apelando al amor y sensibilidad que a nosotros (los machos) tal vez nos faltaba.
Quiero pedir humildemente disculpas a Rosa que intentaba comprenderme, a su marido el cantor de Miguel Hernández, a Cristina la hilandera de las palabras y a su marido y sobre todo a Maribel por soportar directamente el chaparrón sin abrir el paraguas.
Como Cenicienta, a media noche, tuve que salir corriendo mientras otros más afortunados continuaban la velada, pues mi morada quedaba allá en la lontananza. Como despedida el comprometido Pastrana me invitó a un acto dónde se cuestionaba la constitución; si, esa gran mentira llena de derechos que en muchos casos solo los tienen quienes viven del sudor de los demás y que para recordarnos que socialmente estamos en la prehistoria contempla la figura de un monarca o de un”miarca”.
Al día siguiente un compromiso mi impidió acudir a aquel acto, pero me arrepentí cuando en el metro vi a parte de un hombre con dos piernas ortopédicas que mendigaba para comer y me pregunté ¿qué constitución tenemos que permite que haya seres humanos en tales circunstancias? En ese instante me acorde de las palabras de Atahualpa Yupanqui referidas a los poetas:

De tanto mirar la luna
ya nada sabes mirar,
vete a cantar los mineros,
los hombres en el trigal
y cántale a los que luchan
por un pedazo de pan.

¡Salud compañeros! ¡Salud y poesía!
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Poli
Este relato es cosecha de Poli Hernández Gil, maestro, músico, padre y poeta. Lo trajo a una de nuestras últimas tertulias y por aplaudido se ha merecido este sitio en nuestro Blog.

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